Mucho se ha dicho en los últimos días sobre la “apropiación” de la Iglesia de numerosos inmuebles, más de 30.000, procediendo a su registro público. Utilizo la palabra apropiación pues este sentido es la que se desprende de distintas informaciones aparecidas en medios. Intentaré dar un poco de luz sobre este alambicado asunto.

Primero, para quien no lo sepa, la inmatriculación es un proceso por el cual se procede a la primara inscripción de un inmueble en el registro de la propiedad, donde antes no constaba. El registro de la propiedad es un organismo que depende del Ministerio de Justicia y en él que se da fe frente a terceros de la realidad y circunstancias jurídicas de los bienes inmuebles, entre ellos, el más esencial de la propiedad.

Aclarado lo anterior, el debate ha surgido a raíz del informe realizado por el Gobierno actual sobre el número y detalle de los inmuebles, en su mayoría templos, inmatriculados por la Iglesia al amparo de la reforma de la Ley y Reglamento Hipotecario en 1996-1998, bajo el Gobierno del Partido Popular. Para ello, el Clero era equiparado a las instituciones públicas en un proceso privilegiado de inmatriculación por el cual era emitida una certificación que avalaba la propiedad en su favor, quedando habilitado el diocesano correspondiente, como lo era el funcionario público a la administración pública en esta competencia.

En realidad, esto no es del todo correcto. Este proceso de inmatriculación eclesiástica proviene de más antiguo. Nada más y na da menos que desde la primera Ley Hipotecaria en 1864, la que ya incorpora esta facultad y proceso de certificación, lo que es consolidado en el Reglamento hipotecario de 1915. La posterior Ley Hipotecaria de 1946 y su Reglamento de 1947, incorporan el mismo proceso y facultades y las anteriores llegan hasta las reformas de 1996 de la Ley y 1998 de su Reglamento, que en realidad no operan una modificación sustancial de esta regalía en favor del Clero.

Es la reforma de 2015 la que “moderniza” es sistema Registral. En ella, entre otras cosas, se establecen los medios de coordinación entre Registro y Catastro pero, en lo que hoy hablamos, se desactiva aquella potestad privilegiada de la Iglesia, no quedando equiparada a las Administraciones en aquel proceso especial de inmatriculación inmobiliaria. El debate se centraba realmente, y así fue analizado tanto por el Tribunal Supremo, como en sede europea, en la desigualdad que provocaba aquella legislación en relación comparativa con otras confesiones religiosas. Tanto es que, en un estado laico o aconfesional, no podía sobrevivir un privilegio de tales características.

Hoy se ha realizado un censo de aquellas inmatriculaciones eclesiásticas y se alzan voces que invocan su nulidad por el Gobierno. Se antoja una quimera. Primero, porque el hecho de que el Clero mantuviera un proceso privilegiado de inmatriculación como si de una administración pública se tratase, no significa que los bienes inmatriculados no fueran suyos ni que tampoco esto impidiera su normal inmatriculación. En segundo lugar, porque aquellas inmatriculaciones se realizaron al amparo legal correspondiente y bajo el paraguas de un sistema registral fuertemente desarrollado, garantista y envidiado en derecho comparado, por lo que revertir aquel proceso supondría quebrar el propio sistema.

El Gobierno ya lo ha dicho. Queda abierta la vía de los Tribunales. Quien quiera demostrar su mejor derecho, deberá acudir a ellos y acreditar que el bien era suyo. No puede ser de otra manera. Lo que un Registrador dispone, solo un Juez lo quita.

José Méndez
MENDEZ LIT Abogados
Socio Director